A veces, crees que un amigo ha sido sincero y de pronto, descubres que no es así. Que todo lo que pensabas que existía, en realidad no tiene ningún sentido. Te da de pronto la espalda, no te escucha, no te entiende, no te apoya. Deja de ser un amigo de verdad. En ese preciso instante, te das cuenta de la realidad y de lo equivocada que estabas. No hay solución. Tu amigo se ha ido, tienes que aceptar que en realidad, no has perdido nada, pues jamás fue ese amigo de verdad que tú pensabas.
Porque un amigo no te hace elegir, no te pone entre la espada y la pared, no te obliga a nada, no te echa cosas en cara. Todo lo contrario, te respeta y te apoya y jamás, bajo ningún concepto, cuestiona las decisiones que tomaste y no te hace sentir culpable. Un amigo de verdad jamás te hace elegir entre él y otra persona.
Y de pronto, una amistad se acaba. Las razones normalmente son estúpidas, carecen se significado. Sabes perfectamente que cuando el tiempo pase, todo lo sucedido será insignificante, que no recordarás las razones o mejor dicho, nadie las entenderá. Porque las pequeñas cosas son las que destruyen las amistades, pero solo cuando en realidad, no era un amigo de verdad.
¿Y cómo sentirte mejor? Apoyándote en el otro amigo, en el amigo de verdad. Aquel que te respeta, que te apoya, que te hace reír y que no te cuestiona. Aquel que jamás te hizo elegir. Aquel que para ojos de otros es un maldito diablo, pero tú sabes la realidad. Sabes cómo es, sabes lo equivocados que están. Pero, ¿qué más da? Que piensen lo que quieran, que el resto del mundo grite que te equivocas. No te importa lo más mínimo su ridícula opinión.
Se acabó. Punto y final. Cuando la amistad muere, te das cuenta de que jamás fue amistad. Duele, claro que duele, pero solo tienes que aceptar la realidad. Te equivocaste, los hechos hablan por sí solos. Y solo te queda una cosa por hacer, apoyarte en tu amigo de verdad.